C. C. Residencia 80 - Artículos |
Rafael Borrás
DE LEVANTE HACIA PONIENTE Al final de una de esas tardes de
atmósfera parda regada por lluvias generosas - que vienen a ser casi todas - el
interior de la catedral de Santiago de Compostela - una construcción
mayoritariamente románica en forma de cruz latina de tres naves - deviene en un
espacio a la vez grandioso y detallista, excepcionalmente bello y místico. De
aspecto vertical y palaciego, posee una armonía singular, e invariablemente
huele a incienso recién inmolado, a cera derretida, a sagrados mármoles
milenarios, y reverberan inmortales las sombras de la piedad de los peregrinos.
El aura de todos ellos y el eco de sus plegarias parece flotar por todos los
rincones, y carga el ambiente de una densidad húmeda adormecida en el tiempo. Uno traspasa el espectacular Pórtico
de la Gloria, luego recorre con cadencia de procesión capillas, naves,
soportales platerescos y mudéjares de esmerados vidrios, bóvedas de crucería, y
se deja observar por ventanales góticos, tesoros litúrgicos y por un baldaquín
barroco en el que el manto del Apóstol resplandece como un doblón de oro. Bajo
la más litúrgica de las penumbras y el más hermético de los silencios - o quizá
envuelto en una fuga de Bach interpretada por un órgano que se detiene
fugazmente en un acorde de plata - las imágenes, inasibles en cuadros, altares y
estatuas, se dibujan gracias a una tenue luz caleidoscópica que se desparrama
desde las vidrieras emplomadas, luz ocre, muy tamizada, luz de otoño profundo
que termina por reflejarse en las tumbas de nobles y eclesiásticos. Es entonces cuando, atrincherado tras
una belleza espiritual de tamaño voltaje, sin la menor pizca de adherencia
terrenal y pacíficamente embelesado ante tantos retratos de santos y mausoleos
graníticos de príncipes de la Iglesia, te sobreviene la certeza de que allí se
está a salvo de cualquier calamidad y a resguardo de toda miseria. Más o menos
como en el seno materno. Tras unos primeros minutos en los
que, sosegadamente, cumplimos a pie los doscientos últimos metros de un
peregrinaje de más de mil kilómetros en bicicleta, terminamos por sentarnos
frente al altar mayor, muy cerca del botafumeiro. Y fue en ese preciso instante
cuando, antes de que pudiera poner en marcha el pensamiento, mi tórax se
arrebujó con un ligero escalofrío amoldándose aún más al tres cuartos afelpado,
y mis doloridas piernas se estiraron sin pedir permiso unos centímetros más de
la cuenta, apoyándose en la tabla inferior del banco para acomodarse en una
postura más relajada. Ambos movimientos, casi simultáneos, aparecieron como algo
instintivo, no calculado, como lo que eran: la respuesta espontánea a nueve
jornadas de esfuerzo inmisericorde que mi compungido y quebrado organismo
trataba de compensar a la mínima ocasión. Pobre. Aún así puedo asegurar que el
instante era perfecto. Se pedalea atravesando España de
levante a poniente por las más diversas razones, posiblemente tantas como
protagonistas puede tener tal empresa. Alguno podría estar huyendo de la Guardia
Civil o buscando a la novia. Otros porque, a la vista de que están envejeciendo
a escape por fuera, se resisten a amojamarse también por dentro. Pero hacerlo
sin que nadie te persiga para ganar la Compostela, desde Valencia a Santiago, a
finales de octubre y en poco más de una semana, cargado con muchos kilos en las
alforjas, cruzando llanos interminables y escalando montañas de perfiles
angustiosos, contra lluvias y vientos, soportando fríos bajo cero, sin más apoyo
que la propia voluntad y la entereza mental, es un ejercicio que puede resultar
épico, lúdico o trágico, reconfortante o desalentador, a la postre trascendente
u olvidable, pero jamás de los jamases puede dejar en la indiferencia a nadie
que lo haya completado. Y, curiosamente, tampoco casi nadie a
quien se le pregunte el motivo de tal derroche energético contestará la verdad
de la buena. ¿Porqué?. Quizá por lo mismo que nadie cuenta la realidad de su
declaración de la renta. Esto significaría desvelar los entresijos de su
situación económica, y aquello los recovecos más íntimos de su conciencia. Y en
ambos asuntos los españoles somos muy nuestros. Nuestro recorrido comenzó un sábado
muy temprano en Bétera. Cuatro jornadas de travesía peninsular: Teruel,
Calatayud, Navaleno y Burgos. Para allí enlazar con la ruta compostelana que
viene desde Roncesvalles o Somport. Y a continuación cinco jornadas más: Sahagún,
León, Villafranca del Bierzo y Portomarín, hasta concluir – excuso por pudor la
descripción de sentimientos - una tarde de domingo plomiza y lluviosa, hacia la
hora taurina de las cinco, en la plaza del Obradorio de Santiago de Compostela.
Aunque, como ha quedado escrito, nos faltaban todavía los doscientos últimos
metros. Pero ya duchados y sin bicicleta. Los seres humanos tenemos una especie
de bulbo extraño en el cerebro que nos impide imaginar los conceptos infinitos
de tiempo y espacio. De ahí dicen que nacen los complejos de inferioridad. Para
mitigarlo, nos atraen sobremanera las gestas de superación que impliquen
alcanzar metas en principio lejanas y difíciles; para lo cual es imprescindible
la complicidad de unas convicciones firmes, o de una coartada moral, o, en su
defecto, de unas razones a veces erráticas y poco conocidas hasta para el
protagonista. Gracias a millones de personas que por lo uno o lo otro han
acometido a pie, a caballo o en bicicleta los cientos de kilómetros que
conforman las rutas del Camino de Santiago, y más de mil años después de que los
primeros peregrinos viajaran desde Asturias, hacia el 840, ese Camino sigue
latiendo permanentemente en sus itinerarios trazados a través de pueblos y
aldeas olvidados, sobre bosques, mesetas y montañas, castillos y abadías,
algunos campos de batalla y muchas sangres derramadas. Y mientras, este país de celtíberos
todavía hoy apenas civilizados ha ido siglo a siglo escribiendo los renglones de
su memoria. Porque, como bien decía Voltaire, aunque no fuese español: “¡Así se
escribe la historia, y vaya usted a fiarse de lo que dicen los sabios!”.
Y así también seguiremos hasta la
liquidación por derribo