C. C. Residencia 80 - Artículos |
Rafael Borrás
Quisiera ser honesto. Viajar en bicicleta desde Valencia hasta Roma no es ninguna heroicidad, sino un lujo que alguno nos podemos permitir cuando pillamos tal oportunidad por el rabo y a un par de chalados más dispuestos a compartirla. Ha habido un par de claves en el éxito del viaje. La primera que uno de los participantes, Antonio, se sabe de memoria el mapa de Europa y estudió y diseñó con meses por delante un recorrido lo más accesible posible, además de contratar los hoteles. Así que lo mío y lo de Vicente, el otro ciclista, fue muy fácil: decir que sí a todo y pagar nuestra parte. El segundo, que hubo un cuarto mosquetero, sin bici, Paco, que conducía una furgoneta en la que transportó equipajes, herramientas y hasta ruedas de repuesto. Es decir, actuábamos con red.
No pretendo descubrir con estos párrafos la costa mediterránea; sé que mis amigos de la peña sois gente vivida y viajada y la mayoría conoceréis esos lugares. Tampoco es una gesta deportiva, porque sinceramente creo que no lo es hacer entre 110 y 160 kilómetros cada día, pero a una media de poco más de 20 por hora, con un solo puerto serio en dos mil kilómetros, el Paso de Bracco, y parando, como mínimo, un par de veces a comer algo, y un número indeterminado más a hacer fotos o a visitar brevemente los lugares que nos parecían atractivos. Dos semanas de aventura dan para mucho, así que aquí sólo intentaré, más que una crónica, un breve anecdotario personal sobre lo que creo que recordaré más gratamente. A quien tenga la paciencia de leerme y le interese algún detalle más, tiempo y tertulias vendrán para comentarios.
El viaje comenzó en Rocafort el cuatro de septiembre a las ocho de la mañana. El primer día dormimos en Benicarló, el segundo en Sitges, el tercero en S’Agaró y el cuarto, ya en Francia, en Colliure. Casi 600 Kms. Poco atractivo ofrecieron los dos primeros días, pedaleando en fila india por la carretera nacional con los coches y camiones casi lamiéndonos por la izquierda. En Sitges sorprendimos a los gays de toda Europa en su ciudad-paraiso: no sé qué llegarían a pensar de tres tipos que llegan en culotte marcando paquete y se meten con otro más en dos habitaciones. Un amor verlos terminar la cena lamiendo un chupa-chup cada uno, su seña de identidad, entre otras, claro. En los dos días siguientes el panorama cambió, sobre todo al costear desde Arenys de Mar hasta Portbou. Comenzaron a faltarnos ojos para disfrutar de calas, villas, embarcaderos, pinares y acantilados. Una rosario de pequeñas playas arenosas sucesivas intermediadas por repechos de dos o tres kilómetros llenos de pinares. Pues nada, mucha tranquilidad y a jugar al tiovivo. Después de S’Agaró llegó lo más selecto, y también lo más duro, de la Costa Brava. Por fin, y tras un último repecho muy exigente, entramos en Francia por Portbou. Frente a las placas de homenaje a los que lo cruzaron huyendo de la guerra civil, me sorprendió que todo aquello me sonara más familiar de lo que hubiera esperado. Las dos Españas. ¡Ay!.
Ya en Colliure sabíamos que habíamos superado algunas dudas sobre nuestra forma y aguante. Podíamos por la tarde bajar escaleras y levantarnos de una silla sin que se nos descuajeringaran los gemelos. Todo en orden. La ciudad resultó de lo más atractivo del viaje. La recordaré siempre. Una villa provinciana cuidada con esmero en sus calles, puerto y playas. Una vida intelectual intensa, mucha gente encalmada y un atractivo turístico único para el culto agnóstico: la tumba de Antonio Machado en el único cementerio que conozco abierto 24 horas todos los días de año. En los quince minutos que nos entretuvimos allí, al menos dos docenas más de españoles la visitaron. Sobre el epitafio de “... me encontraréis ligero de equipaje ...” cartas, poemas, mensajes, banderas republicanas y promesas de cumplir el legado machadiano luchando por la III República Española. En Roma reflexioné luego sobre que en esto de rentabilizar a los muertos no hay distinción entre ideologías, y pensé que seguramente el cuerpo de Machado no regresará a España nunca.
Cinco días para recorrer la costa francesa: Narbonne, Montpelier, Salon de Provence, Le Luc y Niza, en donde cumplimos los primeros 1300 Kms. La Provenza es un nirvana lleno de viñedos que, cuando los atravesamos, reventaban de racimos de uvas color púrpura. Carreteras secundarias con buen firme y mejor paisaje que elegíamos a veces la misma víspera de la etapa con mapas más detallados de la zona. Desde Le Luc cambiamos ligeramente el recorrido para recorrer entera la Costa Azul, desde Saint Tropez hasta Mónaco. Si hubiera que elegir me quedaría con las decenas de kilómetros que pasamos a lo largo de la segunda mitad de la Costa Azul, desde Cannes hasta Antibes y Niza. Éramos como marcianos pedaleando por paseos marítimos interminables entre hoteles barrocos con bulevares primorosos y puertos deportivos con plantaciones de mástiles con los gallardetes flameando, entre patinadoras piernilargas de indolencia cuidadosamente calibrada y septuagenarios trotones perfectos de carne, exhibiendo orgullosos una juventud insolente que sólo puede acabarse con la muerte, nunca con la edad. Un ejemplo, chavalotes.
En Niza nos tomamos un día completo de descanso. Por la tarde nos dimos una vuelta por Mónaco, ese formidable decorado de cartón-piedra para representación del lujo más rutilante, desmesurado y hortera. No encontramos reyes destronados ni hampones con pistolón, pero al menos en el Casino vimos a algunos jugadores adjuntar un pedazo de su alma a fichas de seis mil euros.
Por último, seis jornadas para recorrer Italia y llegar a Roma: Albenga, Portofino, Pietrasanta, San Vincenzo, Ansedonia y Roma. Pasando Mónaco en bici nos cruzamos por los alrededores con algunos ciclistas profesionales que, según nos dijeron, anidan allí. Ya se sabe que en Mónaco el fisco es tu madre y uno debe vivir cerca de la familia. Una vez en Italia las carreteras se llenaron de repente de baches y agujeros. Hubo que apartarse precipitadamente de conductores suicidas y gritones y de adelantamientos sin reglas. Pero sobrevivimos y seguimos bordeando el mar y disfrutando de luces y azules. En Portofino, un enclave con un puertecillo de apenas trescientos metros, reluciente hasta en los adoquines, y coto exclusivo de multimillonarios y demás catedráticos del buen vivir que exhiben sin aspavientos la cresta de su cuenta corriente, nos dimos el gustazo de cenar en un restaurante con una representación de lo más “chic” de la realeza, las finanzas y el cine. Si bien el tipo de la guitarra a nosotros no vino a cantarnos “Volare”, porque se olió que no éramos de los que le dan propinas de 200 euros, como los de los yates. Sería que observó que cenábamos unos modestos spaghettis y cuatro cervezas.
Por lo demás, el único inconveniente de recorrer las ciudades de Italia es que tantas iglesias, fuentes, mármoles y turistas te impiden ver a la gente autóctona. La única manera segura de distinguirlos es porque nunca tienen prisa para cruzar la calle y siguen tomando la fresca vespertina en camiseta. Los últimos trescientos kilómetros hasta Roma tuvieron menos historia. Nos perdimos varias veces, porque a los italianos les importa un pirulí donde puedan ir a parar los forasteros en bicicleta y sin GPS, y por eso no ponen señalizaciones. Pero para compensar nos deleitamos con apenas la punta del iceberg de la bellísima Toscana, con kilómetros y kilómetros de carreteras tranquilas por fincas enormes de cereales pardoamarillos y caserones solemnes. En Pisa comprobamos que la torre está de verdad torcida, que no nos han engañado. Después, muchas carreteras y poblaciones con más conductores descerebrados, estampidas de tráfico por las calles, demasiado viento en contra y rectas interminables.
Finalmente, el miércoles diecinueve, tras bordear el magnífico lago Bracciano, entramos en la ciudad de Roma y llegamos pedaleando poco antes de las dos del mediodía a la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Después de las fotos y las llamadas telefónicas fuimos a lavarnos la cara, y hasta lo que el pudor nos permitió, en una de las dos fuentes de Bernini que allí hay. Omito las sensaciones, pero os las podéis imaginar.
La climatología nos respetó y tuvimos unas condiciones óptimas todo el tiempo: sol pero sin calor, ausencia total de lluvia, viento variable suave, excepto un par de días y, encima, sin averías. Ni un pinchazo. No se puede pedir más. Los creyentes pensad que nos protegió San Pedro; y los ateos, pues, por ejemplo, el Mago Merlín o alguno de los dioses del Olimpo. A elegir.