C. C. Residencia 80 - Artículos |
EL TOURMALET
(c) 2001. Javier Sánchez-Beaskoetxea (Artículo publicado
en el nº 17 de Cicloturismo a fondo en septiembre de 2001)
Si para los musulmanes la Meca
es el lugar sagrado por excelencia; si para los cristianos Jerusalem y el
Vaticano son lugares de visita obligada; si para los esotéricos Stonehenge
es uno de los lugares mágicos del planeta; para los cicloturistas, para
mí, el Tourmalet es el punto desde el que más cerca está el cielo. Hay
puertos más altos, hay puertos más duros, hay puertos más decisivos en las
carreras ciclistas, pero no hay ningún puerto como el Tourmalet. De entrada su nombre ya
contiene otra palabra importante para un amante del ciclismo: Tour, la
carrera de las carreras. Y fue en el Tour donde el Tourmalet se hizo mito. 21 de julio de 1910.
Tiempos heroicos. Tiempos de grandes gestas. Un puñado de hombres
curtidos, rudos, aguerridos, aperreados, salen de Luchón para afrontar una
de las etapas del Tour de Francia. Pero en esta ocasión, por primera vez
en el Tour, por primera vez en la historia del ciclismo, los héroes
-oportuna palabra- tienen que subir un gran puerto de montaña. Bueno, no
un solo puerto de montaña, sino varios puertos encadenados. El orden es el
siguiente: Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Soulor, Aubisque y Osquich. Tras
estos puertos, a 326 kms de Luchón, les espera Bayona. La etapa es una infierno.
Casi todos deben echar pie a tierra para poder ascender los puertos, que
no eran sino pistas de montaña. Octave Lapize llega el
primero a Bayona en un tiempo de 14 horas y 10 minutos. Ganará ese Tour,
pero en la cima del Aubisque, el último coloso tras el Tourmalet, deja
para la historia el eco pirenaico de su acusación de "asesinos" a los
organizadores del Tour. Hoy, desde hace unos pocos
años, justo en la cima del Tourmalet hay una escultura y una placa en
homenaje a estos hombres y a los que les siguieron. Cada vez que un
cicloturista llega hasta allí en bici, se gana la condición de pequeño
héroe y la placa y la escultura también están dedicadas a él. Recuerdo la primera vez que
ascendí al Tourmalet, al cielo. Era también la primera vez que subía un
puerto tan duro y no sabía cómo iba a terminar el encadenamiento del
Tourmalet y de Luz Ardiden. En la cima, he de confesarlo, estaba
emocionado. Rodeado de gente, mucha gente, me hubiese quedado allí a
vivir. ¡Qué vistas! ¡Qué montañas! ¡Qué historia! ¡Qué recuerdos! Y ahora, muchos años
después, muchos kilómetros después, muchos puertos después, muchas
ascensiones al Tourmalet después, sigo sintiendo algo especial al llegar a
esos 2115 metros mágicos por encima de mi mar. Allí, entre montañas y
leyendas, entre historias y recuerdos, entre la alegría y el cansancio,
sigo encontrando el cielo, un cielo que no he hallado en ningún otro
puerto, en ninguna otra carretera. Cuando se habla de estos
lugares se suele decir aquello del "marco incomparable", pero es un error.
Por supuesto que el Tourmalet es comparable a otros muchos puertos, pero
sólo encuentro una comparación posible: es mucho más bonito, es mucho más
mítico, es mucho más emocionante, es, simplemente, mucho más que cualquier
otra subida. Y todo aquél que haya estado allí arriba lo sabe. Yo lo único que espero es
regresar pronto al cielo, y poder quedarme en él.
Permitidme que me ponga
nostálgico, pero acabo de regresar de mi peregrinación anual al que para
mí es el centro espiritual del cicloturismo: el Tourmalet.